Opinión

El sublime egoísmo de votar (de la obligación al derecho)

Por Alberto Farías Gramegna

textosconvergentes@gmail.com

“La calidad de la democracia es la calidad de sus ciudadanos”- (Anónimo)

En un artículo en este mismo espacio (“El futuro por un voto”) decíamos hace dos años que “lo más importante de una campaña electoral moderna, esto es la discusión racional de ideas y propuestas de políticas de Estado para analizar su justeza y factibilidad, no se incluye con frecuencia como prioridad en los intereses discursivos del aspirante promedio, aunque sí debiera formar parte central de los intereses estratégicos de los votantes”.

Votar es una saludable costumbre porque constituye la médula de todo mecanismo democrático, la condición necesaria que nos recuerda que la soberanía es ante todo un acto de libertad. Por eso, votar no debiera pensarse burocráticamente como un deber obligatorio, sino como el derecho sublime de un ciudadano. En alguna medida la obligatoriedad quita lo esencial del acto: la voluntad anclada en el poder del individuo.

La mayor motivación del “hombre político” no es la ideología (entendida como el sistema de ideas con el que se filtra y se recrea la realidad), sino la más rústica necesidad de sentirse parte de algo trascendente que lo complete en su sentimiento de carencia. Y ese algo es la vivencia de ser uno y muchos al mismo tiempo, es decir lo que los psicólogos sociales llaman la “identidad grupal”.

Pues bien, la democracia (demos: pueblo y kratos: autoridad; gobierno) resulta la expresión de esta contradicción lógica: el poder del grupo universal a partir de la voluntad del individuo particular. Esa voluntad encarnada en el sujeto del comicio se pone en acto al sufragar y el resultado es la singular ilusión de ser representado en la figura de otro (el elegido por los votos).

Luego la idea del voto soberano presupone entonces, no un partícipe “en sí”, sino en teoría un sujeto autónomo, un actor con conciencia “para sí”, y no un efector “en sí”, alienado en el relato demagógico de la tribu. El tal sujeto persigue coadyuvar a una meta y un escenario futuro, donde él mismo se incluye como actor y beneficiario de logros y reivindicaciones, que -aunque pensados como consecución del “bien común”- son bienes que en primer lugar quiere para sí mismo, buscando consagrar su estilo de vida o quizá tan sólo una meta más modesta: paliar sus carencias o consolidar sus intereses genuinos o tal vez no. Aquí aparece la razón del título de esta nota: subjetivamente examinado, votar es un acto vital de profundo y legítimo egoísmo.

Elogio del ciudadano

Quizá el lector se sienta contrariado, ya que la palabra “egoísmo” está cargada negativamente, porque en

épocas de solidaridad inclusiva no parece “políticamente correcto”. Un lamentable malentendido, porque en

sentido profundo el egoísmo es el sostén de la autoestima personal y el motor de cualquier gesto de vida en

sociedad.

Cuando el egoísmo se quiebra, el Yo se desprecia y el hombre pierde la motivación para vivir en comunidad. Su presunto opuesto, el “altruismo”, no es más que una forma trascendente, social e idealizada de egoísmo. Otra cosa es el “hombre masa”, a-reflexivo, alienado en la palabra tribal del demagogo que lo somete, lo niega al adularlo y lo disuelve como ciudadano, para mudar en efector obligado del discurso manipulador.

Por eso, un sistema democrático auténticamente liberal, de esencia republicana se consolida anónimamente cuando cada sujeto vota concientemente por lo que él define como “sus intereses egoístas” y no por relatos populistas de metas abstractas dibujadas en el horizonte ideológico del discurso universal, con las que, eventualmente, pudiera en lo cotidiano sentirse extraño, lo que es una forma de enajenación cognitiva. Pero atención: esos intereses personales egoístas, pueden ir desde la idea romántica de un mundo donde al sujeto le gustaría vivir, hasta la necesidad de tener una buena iluminación en la esquina de su casa.

De lo macro a lo micro. De lo filosófico a lo cotidiano. Por esto último una democracia moderna y efectiva,

alejada de los burocratismos y las demagogias populistas, exige en el plano político, agilidad, transparencia,

capacitación y búsqueda de calidad en el desempeño de sus funcionarios. Y eso sólo se obtiene con la

modernización de los sistemas administrativos, control eficaz y eficiente de gestión y capacitación del

recurso humano que integra los organismos oficiales. Una utopía necesaria, se diría imprescindible, tal como

dijo San Martín en referencia al cruce de los Andes.

La utopía imposible pero imprescindible

Aún estamos lejos, muy lejos de aquel ideal y quizá nunca se alcance plenamente. Soy optimista pero no

iluso. Nuestra cultura política, la del país banal de la simulación, las desmesuras, la charada y el

pensamiento mágico -enraizada en una sociedad prejuiciosa, dicotómica y reactiva- gira en una noria de

vaguedades, donde siempre se vuelve sobre los mismos pasos, buscando el pasado mítico irredento. Todo

recomienza sin análisis meticuloso de lo actuado, sus aciertos y las causas posibles de los fracasos. Mandan

los hábitos por sobre la reflexión y el análisis técnico.

No suele haber gestión acumulativa de sucesivas administraciones, producto de la continuidad de acertadas

políticas de Estado sobre educación, seguridad, salud, industria, agro, promoción laboral, vivienda, ciencia,

política exterior, transporte, defensa, obras públicas, esquema impositivo, reforma política, etc. La ineptitud

o la negligencia suele ser explicada por los mismos gobernados de manera simplista como “pugna de

intereses sectoriales o personales”.

No es que no existan, sólo que no alcanzan para explicar los fracasos o la decadencia. Se pueden defender esos intereses haciendo racionalmente lo que hay que hacer, con responsabilidad, jugando con las mismas reglas legales, donde oficialismo y oposición sean sólo dos caras de una misma moneda constitucional, como en muchos países desarrollados. Al mismo tiempo, históricamente, las pugnas electorales se conciben basadas más en “slogans” o chicanas, que en la discusión de ideas y proyectos concretos.

De tal suerte muchos electores deciden una y otra vez sin convicción, sin análisis de propuestas concretas sobre políticas públicas, alimentados frente a la urna por alguna intuición de último momento, por una reacción visceral producto de sus enfados o desilusiones o simplemente por un iluso acto de fe en el dogma salvador de turno. Votar periódicamente es la pata pragmática de una democracia en una “sociedad abierta”, al decir de Karl Popper, y por eso no la agota. La condición de hombre político, del ciudadano, es la otra pata del sistema. Por fin el tercer sostén es sin duda el protagonismo.

El ciudadano protagoniza como tal a partir de la observancia de sus deberes y derechos en el marco de la

Ley, al menos así debiera ser. Las múltiples formas legítimas de protagonismo activista en organizaciones

sociales o políticas, desde luego incluyen la calidad de ciudadano pero no la definen en su esencia, ni la

reemplazan. Voto, ciudadanía y protagonismo individual: tres factores para consolidar un sano “egoísmo

democrático” que reivindique positivamente la política en libertad como factor nodal de convivencia y

garantía del futuro por un voto.

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